Muchas veces miramos y mostramos, la punta del iceberg. Esa parte visible, pulida, que parece explicar quiénes somos. Son los logros, los cargos, las decisiones acertadas, los reconocimientos, pero debajo de esa superficie brillante hay una masa inmensa y silenciosa que nadie ve: los procesos, las dudas, los miedos, las renuncias, los comienzos que no resultaron.
Durante mucho tiempo, tal vez una vida entera, creímos que éramos lo que los demás veían de nosotros. Que valíamos por la visibilidad, por la validación externa, por el eco de nuestro nombre en la voz de otros. Hasta que llega el Segundo Tiempo.
El Segundo Tiempo no es una etapa cronológica, sino existencial. Es cuando la mirada cambia de dirección: ya no hacia afuera, sino hacia adentro. Es el tiempo de la reconversión, profesional y sobre todo personal, en el que dejamos, o deberíamos dejar de preguntarnos qué esperan de mí y empezamos a preguntarnos qué quiero ser cuando sea grande.
En este nuevo tiempo, la fama o el prestigio dejan de tener el mismo peso. Lo que importa es la coherencia, la conexión entre lo que hacemos y lo que somos. Es el momento en que entendemos que la parte invisible del iceberg, aquella que nadie aplaude ni exhibe, es la que realmente sostiene todo.
Vivir el Segundo Tiempo es aceptar que no todo se muestra, ni todo se mide, ni todo se cuenta. Es darle valor al proceso, al silencio, a lo que madura sin ser visto. Y tal vez ahí, en lo que no se ve, esté la versión más verdadera de nosotros mismos.
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