Charles Darwin no fue solo un naturalista extraordinario; fue, ante todo, un observador del alma humana en su relación con la naturaleza y con la duda. Su vida y su obra estuvieron marcadas por un rasgo que suele pasar desapercibido en su figura: su obsesión por la toma de decisiones racionales.
Darwin, a diferencia de otros hombres de su tiempo, no confiaba en la intuición ni en el impulso. Anotaba, evaluaba, clasificaba. Cuando debió decidir si casarse o no, trazó en su cuaderno una lista de dos columnas: “Sí” y “No”.
Bajo cada encabezado escribió razones, consecuencias y suposiciones, como si pudiera reducir el misterio de la vida a una ecuación moral y científica. En esa aparente simplicidad se revelaba su método: enfrentar la complejidad a través de la lucidez, mirar de frente el dilema y diseccionarlo como quien estudia una especie nueva. Pero lo interesante no fue solo su método, sino su experiencia vital que lo empujó hacia esa forma de pensar.
Su viaje a bordo del Beagle, y en particular su paso por Ushuaia...
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